
IG=0; no es salud: el caso de la fructuosa
Durante años, la industria alimentaria y buena parte del público creyeron que el índice glucémico (IG) era el medidor definitivo de la salud metabólica. Si un alimento tenía un IG bajo, debía ser bueno; si era alto, debía evitarse.
La idea parecía lógica, simple, comercialmente perfecta. Pero la fisiología humana es todo menos simple.
Hoy sabemos que IG no equivale a salud, y que la historia de la fructuosa —el “azúcar natural” que prometía un mundo sin picos de glucosa— lo demuestra con claridad.
La dulce promesa del “índice bajo”
A finales de los años setenta, la fructuosa ganó fama como una alternativa ideal para diabéticos.
No aumentaba los niveles de glucosa en sangre con la misma rapidez que la sacarosa o la glucosa pura.
Su índice glucémico, cercano a 19, la colocaba muy por debajo de otros azúcares.
El resultado: décadas de productos “light”, “diabéticos” o “naturales” enriquecidos con jarabe de maíz de alta fructuosa (JMAF).
En papel, todo parecía funcionar.
En el cuerpo, fue otra historia.
El metabolismo oculto
A diferencia de la glucosa, la fructuosa no necesita insulina para entrar en las células.
Esto significa que sus efectos no se reflejan de inmediato en los niveles de azúcar en sangre, pero sí en el hígado, donde se transforma con rapidez en triglicéridos y compuestos lipogénicos.
Investigaciones como la de Stanhope y col. (2009, Journal of Clinical Investigation) mostraron que adultos sanos que consumieron bebidas endulzadas con fructuosa durante diez semanas aumentaron su grasa visceral y su resistencia a la insulina, a pesar de mantener glucemias normales.
Otra revisión, publicada en Nutrients (Tappy & Rosset, 2020), resume décadas de evidencia: “La fructuosa en exceso altera la homeostasis energética y promueve cambios hepáticos y lipídicos comparables a los observados en síndrome metabólico.”
En otras palabras, la fructuosa no elevó el azúcar… pero elevó el riesgo.
El espejismo del IG
El índice glucémico mide únicamente la respuesta inmediata de glucosa en sangre tras consumir un alimento.
No evalúa cómo ese alimento modifica los lípidos, el hígado, ni la sensibilidad a la insulina.
Es un indicador parcial, útil en contexto, pero insuficiente para definir la salud metabólica.
Confiar ciegamente en el IG fue como juzgar la seguridad de un automóvil solo por la velocidad que alcanza, ignorando los frenos y la dirección.
La lección de la fructuosa
La lección no es demonizar la fructuosa, sino entenderla.
Como molécula, es parte natural de frutas y mieles que el cuerpo puede manejar sin problema, cuando llega acompañada de fibra, agua y micronutrientes.
El daño proviene de la cantidad y el contexto: el consumo aislado, concentrado y constante.
Las moléculas que alguna vez consideramos enemigas pueden volverse aliadas si aprendemos a modular su dosis y su interacción metabólica.
Ahí está el desafío moderno de la nutrición: no eliminar, sino reaprender a convivir.
Reflexión final
“Todo es veneno, nada es veneno; solo la dosis hace el veneno.”
— Paracelso (1493-1541)
Quizá el error no fue la molécula, sino la cantidad.
La fructuosa, la glucosa o la sacarosa no son culpables por sí mismas; lo son cuando las usamos fuera de proporción y sin comprender sus rutas biológicas.
Cinco siglos después de Paracelso, la ciencia parece recordarnos la misma lección: la salud no depende de eliminar, sino de entender la dosis, el contexto y el equilibrio.
El futuro del azúcar no está en desaparecer, sino en aprender a convivir con inteligencia metabólica.
📚 Referencias sugeridas
Stanhope KL et al. Consuming fructose-sweetened, not glucose-sweetened, beverages increases visceral adiposity and lipids in overweight/obese humans. J Clin Invest. 2009;119(5):1322–1334.
Tappy L, Rosset R. Fructose Metabolism from a Functional Perspective: Implications for Health and Disease.Nutrients. 2020;12(9):2805.
INNOVACIÓN
Soluciones biotecnológicas para el sector productivo.
Investigación
Colaboración
© 2025. All rights reserved.
Soluciones basadas en ciencia
